miércoles, agosto 24, 2005

The Wall Street Journal (August 24, 2005 4:05 a.m.)

'Economistas verdes' se vuelven la nueva arma de grupos ecológicos

Por Jessica E. Vascellaro
The Wall Street Journal

Muchos economistas en Estados Unidos sueñan con obtener un trabajo altamente remunerado en Wall Street, en prestigiosos centros de estudio o universidades, o en poderosas agencias del gobierno como la Reserva Federal.

Pero un número creciente de estos profesionales prefiere no seguir los altibajos de la inflación y de las tasas de interés, sino irse al rescate de ríos y árboles. Se trata de los "economistas verdes", conocidos formalmente como economistas ambientales porque usan argumentos económicos para convencer a las compañías de terminar con la contaminación y contribuir con la conservación de las áreas naturales.

Trabajan en grupos ambientalistas y en varias agencias estatales y federales de Estados Unidos. Desde ahí ayudan a formular el marco intelectual que sostiene a la protección de las especies en peligro de extinción, la reducción de la polución y la prevención de los cambios climáticos. También se están convirtiendo en un enlace entre los grupos conservacionistas de tendencia izquierdista, y los sectores público y privado.

"En el pasado, muchos grupos activistas interpretaban la economía como el esfuerzo por maximizar las ganancias o los ingresos", dice Lawrence Goulder, profesor de economía ambiental y de recursos de la Universidad de Stanford. "Ahora, más economistas están tomando conciencia de que la economía ofrece el marco teórico para la asignación de recursos, y que estos recursos no se limitan al trabajo y el capital, sino que también incluyen los recursos naturales".

Los economistas ambientales están en la nómina salarial de varias agencias gubernamentales. La Agencia de Protección Ambiental contaba con 164 de estos profesionales en 2004, un aumento de 36% desde 1995. Y también están en organizaciones como la Wilderness Society, un grupo conservacionista con sede en Washington, que tiene cuatro de ellos trabajando en proyectos como la evaluación del impacto económico en la construcción de vías alternativas para los conductores. El grupo Environmental Defense, basado en la misma ciudad, fue uno de los primeros en contratar a estos profesionales, y actualmente cuenta con ocho economistas ambientalistas que trabajan en el desarrollo de incentivos de mercado para atacar problemas como los cambios climáticos y la escasez de agua.

Los ambientalistas se consideran fiscalizadores de las políticas públicas, y protestan por lo que consideran una falta de acción del gobierno de Bush en asuntos como la protección de los terrenos pantanosos y el calentamiento global. El presidente Bush encaró airadas protestas cuando en 2001 rechazó el Protocolo de Kioto, un tratado internacional sobre el clima.
Pero frustradas por su lento progreso y volviéndose cada vez más pragmáticas, estas organizaciones han descubierto en la economía una herramienta poderosa. A medida que las agencias federales y estatales de Estados Unidos enfrentan presiones por controlar el gasto, los funcionarios contrastan los planes ambientales con otras prioridades como la ayuda social y de salud. Y los ambientalistas se han dado cuenta de que sus proyectos deben ser eficientes en costos para volverse viables.

"Solíamos creer que no debíamos monetarizar el medio ambiente porque su valor es incalculable", dice Caroline Alkire, una de las primeras economistas en unirse, en 1991, al Wilderness Society. "Pero si queremos ser activos en el debate político en torno a la explotación energética en el Ártico, tenemos que ser capaces de combatir contra los argumentos financieros. Si no jugamos esa carta, perderemos".

El campo de la economía ambiental comenzó en los años 60, cuando académicos empezaron a aplicar las herramientas del análisis económico al naciente movimiento ecologista. La disciplina fue ganando popularidad en Estados Unidos a medida que los gobiernos fueron promulgando leyes ambientales.

Un hecho que impulsó este movimiento fue una reforma a la Ley de Aire Limpio que en 1990 implementó un sistema de cuotas negociables de lluvia ácida. Según la ley, las fábricas que reducen más efectivamente sus emisiones nocivas pueden vender la cuota sobrante a las industrias con problemas ambientales más serios. Hoy, el programa ha superado su meta inicial de reducir la lluvia ácida a la mitad de los niveles de 1980, y es visto como prueba de que las fuerzas de mercado pueden contribuir a las metas ambientales.

Greenpeace fue uno de los grupos que lideró la oposición a esa reforma. Pero Kert Davies, el director de investigación de Greenpeace EE.UU., dice que el éxito de la medida y la falta de avances en las políticas sobre el clima, han cambiado el parecer de la organización. "Creemos que son el sistema más directo para reducir las emisiones y crear incentivos para reducciones realmente masivas", dice.

Del mismo modo, los ambientalistas han reconocido que si formulan sus argumentos en términos económicos, es muy probable que las grandes compañías también los escuchen. Desde 2001, la Rainforest Action Network, un grupo ecologista con sede en San Francisco, ha persuadido a J.P. Morgan Chase & Co., Citigroup Inc. y Bank of America Corp. a contabilizar el costo de la polución originada en la tramitación de sus préstamos, y a evitar que sus inversiones vayan a las compañías de la industria forestal.

La campaña para promover las inversiones sustentables fue diseñada con un enfoque en los bancos, al destacar el crecimiento de dos dígitos en las industrias de energía renovable.
"Las compañías buscan certidumbre y estabilidad", dice Michael Brune, director ejecutivo de la organización. "Y las encontrarán si invierten en energía sostenible, ámbito en el que no corren el riesgo de ser demandadas o de exponerse a regulaciones de gobierno; (en ese ámbito) tampoco tendrán que lidiar con la reputación que viene de asociarse a proyectos controvertidos desde el punto de vista del medio ambiente".

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